El mar...el mar...siempre él como una constante y eterna evocación de mis sentidos. Cuando lo contemplo me pierdo en su horizonte a veces multicolor, otras teñido por el rojo sangre de un sol, que se sumerge entre sus entrañas en cada ocaso, pero que aún así no se apaga. En ocasiones plagado de grises que contrastan con nubes cargadas del llanto celestial, otras ... de un color verde esmeralda que te invita a bucear por sus remotas profundidades o de azulados espejos que unen maravillosamente el cielo y la tierra.
En las noches de luna llena, cuando espejado refleja los ondulantes plateados... me invita al éxtasis profundo y aún, en la negrura cerrada e impenetrable, disfruto del sonido de su oleaje y de saberlo misterioso y provocativo.
Me sucede que con su sola cercanía salobra mis labios y mi cabello, casi en forma inmediata, huele a él.
Si me interno en la necesidad que sus ondulantes aguas me acaricien, me siento etérea, fugan de mí todos los dolores y aflicciones, es un momento único e íntimo en el cual toda yo le pertenezco en cuerpo y espíritu. Es en esos instantes en que me sucede algo inexplicable, como si una fuerza invisible, pero poderosa me llamara, me atrajera hacia sus profundidades.
Cuando las tormentas lo crispan, como un gran coloso se revela bravío, impetuoso, arrasando con todo aquello que se interponga en su camino, soportando valientemente los rayos y centellas que el Olimpo, celoso de su majestuosidad, le envía.
El mar me cura el alma… me hace sentir menos mortal y más naturaleza… renueva mis energías… seda mis impulsos…me propone un viaje hacia mi interior al mismo tiempo que comulgo con él… agudiza mis sentidos… mi olfato… mi audición…logra que toda mi atención se concentre en él… me emociona místicamente…me enamora y me subyuga…me acerca a Dios.
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