Mariana bajó las escaleras fuera de sí, estaba desvastada, la puerta se abrió y salió a la calle. Sus pasos se apuraban en pos de huir de ese lugar lo más rápido posible, pero lo cierto era que no la conducían a ningún sitio, porque no había ninguna posibilidad de que se sintiera a salvo luego de lo ocurrido.
Todo había estado frente a sus ojos, una pesadilla perversa, espantosa, de la cual no podía despertar aunque quisiera.
Deseó haber sido ciega, invidente, pero al mismo tiempo agradecía el haber podido, por primera vez, ver por sí misma quien era él en realidad.
Casi corría por una ciudad ajena a ella, lugares extraños que no la contenían, y mientras avanzaba sin rumbo le era imposible hilvanar ni la más mínima idea.
Las palabras se repetían constantes dentro de su cabeza, los renglones no seguían un orden correlativo y su mente, antojadiza y desquiciada por el impacto, apenas le permitía aprehender el significado de cada una de ellas.
Se encontraba aturdida, anestesiada y al mismo tiempo un dolor intenso, profundo e insoportable, hacía que su cuerpo se desmembrara, como si cada parte de él no se conectara con el todo.
Las piernas tenían movimientos propios, reflejos a esa necesidad de escapar, de alejarse cuanto antes, a sabiendas que ese brutal hallazgo modificaría toda su existencia.
Los puños cerrados, crispados como piedras, cortaban la circulación hacia sus dedos que se encontraban entumecidos.
Cruzaba las calles sin ver, como una autómata, en tanto un alarido desgarrador, acongojado y contenido en su garganta, le impedía poder respirar profundamente.
El corazón, a pesar de haberse roto en mil pedazos, latía con tal fuerza que la aturdía, sentía que estaba a punto de desmayarse, pero trataba estoicamente que esto no sucediera.
Todo su mundo se había puesto de cabeza, absolutamente todo se había convertido en un gran caos.
Caminaba entre la gente sin poder contener sus lágrimas, que se derramaban incesantes sobre su rostro desencajado y pálido.
Se odió por haber sido tan ingenua, tan ilusa, por haberlo amado incondicionalmente.
Lo odió por haber destruido en ella todas sus ilusiones, sus sueños, su confianza, su razón de ser, sus recuerdos más preciados, sus anhelos.
Los minutos se sucedían como eternidades, en tanto se desangraba irremediablemente por dentro.
En ese mismo estado subió y bajó de un colectivo, luego de un tren, sin poder detener el llanto, sin poder contener la angustia, imposibilitada de rearmarse aunque fuera aparentemente.
Por fin llegó a su casa, pero ya no era, ni volvería a ser la misma persona; cerró la puerta tras de sí encorvada por el doloroso peso de los hechos, total y prematuramente envejecida por la desazón, por el desconcierto.
Sentía el puñal entrando en sus entrañas, destruyendo todo a su paso, dejándola vacía de contenido y deseó estar muerta, tan muerta como sus sentimientos.
Sus lágrimas se confundieron con el agua que borraba de su piel todo vestigio de esas falsas caricias, e inundaron constantes, días y noches enteras que se fueron sucediendo sin paz y sin consuelo.
Mariana, desde aquél apocalíptico y último domingo de febrero, camina con los pasos cansados por las interminables noches transitadas sin poder concebir el sueño; con la mirada perdida en un horizonte mortecino y sin esperanzas, con el alma infinitamente entristecida por lo inevitable, con la cruel certeza de no haber sido amada, con el vacío inmenso y desolador que deja la traición.
14 abril 2011
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me encantó
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